Un niño dibujaba a todo detalle aquello que aparecía en sus sueños.
Concentrado como estaba en no dejarse nada, dibujaba. A cada cosa que recuperaba de su memoria, le guardaba un espacio y con cuidado, poco a poco, iba perfilando figuras en su papel.
Pensó en un determinado momento que aquello le estaba quedando verdaderamente perfecto, cuando de pronto sospechó de una sombra; algo había torcido su pincel y sin darse cuenta del todo, había convertido un delicado trazo en algo a modo de pintarrajo.
Titubeó sobre si debía arrugar inmediatamente la hoja, tirarla y comenzar con otra, y aunque le costó un tiempo de duda y tristeza, así lo hizo. Mas al comenzar la siguiente página en blanco, se quedó mirando sin saber por dónde empezar. Pasó tanto tiempo obnubilado en su blancura que se enamoró de su pureza y llegó a pensar que era mejor no tocar, siquiera acariciar su obra, aunque ya no supo si era suya o simplemente la obra era dueña de sí misma.
Finalmente el niño olvidó dibujar y no pensó en ningún momento en que alguien debiera dirigir su mano hacia otros primeros pasos, algunos nuevos retazos, aprender de nuevo a pintar. Se sintió completamente seguro de que ahora lo que necesitaba era, más que nunca, volver a soñar.